Me levanté animosa y cansada. Hacía lo mismo que todos los
días: desayunar, cigarro, café, cigarro, teclear el ordenador con la esperanza
de poder salir antes de lo normal de aquella rutina, ¿porqué? Muy simple: Fin
de Año.
Muchas tareas que realizar, comida que
hacer, hambrientos alcohólicos a los que saciar…
Aún no sentía ese hormigueo que suele recorrer mi cuerpo por
estas fechas, quizás porque lo vivo diferente y más distante cada año, de
aquellas ilusiones y emociones que hacía que me encantaran las Navidades.
Muchos ya no están, y esas reuniones campestres en casas
grandes y húmedas, donde éramos algo más de diez niños, terminaron, hace ya
muchos años, reduciéndose a varias personas o a mis padres. Siempre terminaba
sintiendo nostalgia, echando de menos aquellos tiempos.
Pero ese día, era diferente. Era la primera vez que partía
el año con amigos, sin mi familia. Tardanzas, imprevistos, accidentes
inesperados; como si todos los días se derramara una gran botella de champán
“Moet” en el coche, y te dejara ese olor pegajoso y desagradable. Prisas,
estrés, “hay que prepararlo todo ya”, cerca estaban las doce y yo sin beber ni
una copa de vino.
Abrazos cortos, el beso de mi amado se convirtió en un mero
roce, antes de salir por la puerta de “Lluvia de estrellas” toda convertida en
una posible Edith Piaf paliduzca y zombie-alien, mucho más arreglada que yo,
hasta el más mínimo detalle.
Vino adolescente, catorce años, digno de abrirse para tal
ocasión. Una de mis amigas se arregló de forma espectacular, que podría
resultar una mezcla de Emperatriz Infantil, Cruela De Vil junto con la
seducción de la propia Jessica Rabbit. Teníamos tanta suerte que a cada momento
nos flasheaba un amigo para inmortalizar tan agradable momento.
Desde ese momento, el vino volaba, la comida, servida a modo
de tapa, era un descubrimiento al paladar excitante, enriquecedor, donde cada
uno compartía la receta y explicaba el modo de elaboración. Tratábamos de
relacionarnos internacionalmente con un representante Esloveno, bastante
agradable y elocuente, que resultó ser uno de los primeros en tener el lujo de
estar bajo los efectos etílicos de la Nochevieja.
El momento uva, curioso. No deseaba sintonizar canales
autonómicos, pero no hubo más remedio. Mujeres guapas embutidas en trajes
antiestéticos, que engrandecían pequeños defectos o volvían infinito algún
escote. Rezaba porque no pusieran regeton antes de las uvas, para así disfrutar
de éstas mejor.
El reloj, digital, nada que ver con esos relojes reales, que
de pequeña veía, donde las campanadas no salían de un altavoz, sino de campanas
de verdad ¿qué sentido tenía llamar campanada a un sonido digital que imitaba a
las campanas?
Antes de los cuartos (que no sonaron), ya andábamos como
gallinas borrachas y eufóricas, ansiando el 2014. Y llegó. Nadie murió por
atragantarse frutalmente. Esa travesti alienígena optó por algo más fácil, no
parar de dar sorbos a su Martini glamuroso para despedir de forma original el
maldito 2013.
De ahí, más copas de vino, y otro amigo hizo de cocktelero,
volaron margaritas de piña, volaron las copas de vino y los Martinis.
Parecíamos una familia completa: fotógrafos, cockteleros, embajadores
(representando a Eslovaquia), cocineros e incluso emperatrices.
Y, de repente, justo antes de salir, una catástrofe, peor
que un tsunami. Explosión. Provenía de la cocina, corrimos y vimos todo. ¡Los
calabacines enrollados de queso y espinacas tirados por el suelo! Tenía ganas
de lamer el suelo aunque hubiera cristales, pero no podía, ya alguien había
comenzado a tirarlos a la basura. Sentí que era el fin del mundo, sentí que
jamás volvería a comer aquellas delicias, así que opte por ayudar y comencé a
fregar el suelo. Tacones de doce centímetros, traje de fin de año vaporoso y
largo, y mi abrigo peludo y oscuro, junto con el tocado y el maquillaje. De
repente, aquel embajador esloveno se arrodilló ante mis pies y me dijo que era
la mujer más increíble que existía por fregar el suelo con tanta clase. Tocó mi
zapato y me llamó su “Cinderella”. A todas éstas miré hacia los lados buscando
a mi supuesto príncipe, sustituido por aquella travesti alcohólica que no
paraba de beber y pensé “Pues va a ser que esto es como Ranma ½, en ocasiones
es príncipe, en ocasiones es princesa”.
Bajé la mirada a aquel ser tan tierno y simplemente me reí y
posé para una foto que quería sacar.
Tras aquella catástrofe convertida en cuento de hadas
(moderno), nos dispusimos a comernos la noche. Y nos la comimos. Mi querido
amigo y compañero de aficiones, no pudo evitar en mitad de la noche, abrazarme.
Le noté ausente, triste, así que opté por aprovechar esa situación y devolverle
el abrazo varias veces. Había que aprovechar esos momentos en que me permitía
atravesar su burbuja protectora. Y fue tierno, amigable, a lo que no pude
evitar decir un “te quiero”.
Todo lo demás, quizás borroso, psicodélico, amoroso, tierno
y bestia. Abrazaba a la
Emperatriz sin parar, bailaba desaforadamente, como hacía
años no lo hacía, tras la electricidad, casposidad y frikismo que transmitía la
dichosa “LePop”. Si me acercaba a la cabina del “dj” corría el riesgo de ser
asaltada por ese espectro, que no paraba de abrazarme y darme besos mientras se
me quedaba la cara blanquecina y roja por su maquillaje. Al fin y al cabo, bajo
esas capas de maquillaje y brillantina, de extravagancia y bailes epilépticos,
estaba la persona real que era (y es) mi compañero de aventuras.
Tras tanto movimiento, tanto saludo, tanto alcohol, vino el
amanecer y con ello, tocó dormir con la Emperatriz, aunque al rato se nos unió el
cocktelero que nos contó historias (para no dormir), que no pudimos presenciar
al estar ausentes.
Horas y horas de sueño y, por fin, nos reunimos todos, al
día siguiente, con una sopa mezclada con especias picantes, y el despertar de
mi gran compañero, al que no pude evitar asaltarle a besos, mientras el resto
se abalanzaba sobre él para desearle nuevamente Feliz Año. A pesar del
cansancio y de los dolores de cabeza, estábamos ahí, ya sin atuendos de
travestis ni de emperatrices, ni de cenicientas, ni cockteleros, volvimos a ser
nosotros y comenzamos a reírnos sobre esas aventuras.
Al irme a dormir, abrigada ante el frío
inminente de mi pueblo eché la última mirada al queridito, acompañados por mis
dos felinos, y no pude evitar sonreír, al haberme concedido un fin de año
memorable.
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La última vez que pasé un fin de año rodeado de gente tenía
yo siete años. Desde entonces los había pasado yo solo. En la oscuridad, antes
de la llegada del nuevo año, reflexiono sobre las cosas que he hecho, y me
pregunto si al siguiente se cumplirá mi deseo de adquirir la libertad.
Cuando me dijeron, “Vamos a
pasar juntos el fin de año en casa de Paula”. En un principio pensé si eso
sería una buena idea, porque yo tenía otros planes en mente, a la espera de que
se desarrollasen.
A última hora se confirma lo que más temo, mi plan B se va
al traste, y acepto el plan inicial de pasar el fin de año en casa de Paula.
Llego a su casa, ésta no me espera porque nadie se acordó de haberla avisado, y
con aceptación mostrándome una enorme sonrisa por mi intromisión de última
hora, coloca otro par de cubiertos en la mesa.
De repente y sin darme cuenta todos se ponen histéricos en
la cocina preparando la cena, cortando queso, preparando martinis, colocando la
mesa, yo mientras tanto, los fotografío a todos en sus quehaceres. Entonces
ante la mesa mientras cenamos, se presentan la gran Eustakya Lepop y
su madre Sussy, derrochando glamour, arte y presencia.
Se acerca el momento de la llegada del año nuevo, coloco mi
cámara para grabar tal acontecimiento, y yo me coloco a un lado para
fotografiar a mis amigos. Llegan las campanadas, ellos van tomándose las uvas,
y por cada campanada yo tomo una fotografía de cada uno de ellos. Al terminar,
todo estalla en una lluvia de besos y abrazos.
El punto de inflexión de la noche la cometo yo, cuando
intento guardar la leche de cabra en un taper en la nevera. Al introducirlo, se
cae toda la comida sobrante al suelo, y al vestido de la anfitriona. Me siento
mal y avergonzado, mi otra amiga trata de consolarme mientras intenta arreglar
el estropicio que ocasioné.
Salimos a comernos el mundo, yo estaba dispuesto hacerlo, y
es cuando se produce otro punto de inflexión, mis otros amigos del plan B, me
llaman por teléfono, y me dicen que al final han decidido salir. Me dijeron que
Ana también salía. Mi corazón dio un vuelco, ahora estaba en una encrucijada de
elegir, entre, si seguir con mis amigos, o de intentar tener una oportunidad
con Ana.
Al final mi corazón me puede, me excuso ante mis amigos y
les digo que he de ver a unos colegas para felicitarles el año y que volvería
en quince minutos. Al llegar al sitio de marras, veo a mis colegas con sus
respectivas novias bebiendo en el parque todos trajeados. No veo a quien me
interesa, pero al hacerlo el mundo se me cae, y siento el corazón rompiéndose
en mil pedazos al tiempo que viene un elefante borracho color rosa y pisotea
cada trozo hasta que no deja nada más que polvo. Desde la oscuridad ella se muestra abrazada junto a un tipo que nunca había visto. Ella me
saluda mientras permanezco en shock y miro de reojo al desconocido que me
tiende la mano a la vez que pienso que es un cabrón suertudo mientras que yo;
mierda. Pregunto a mis colegas quién es ese tipo, y me contestan que ellos
también lo acaban de conocer. Ya todo me parecía un asco, la fiesta había
acabado para mí. Pero decido no irme a casa y terminar con lo empezado
reuniéndome con los demás, en ese bar tan conocido situado en el centro de la
ciudad.
Al llegar saludo a todos, en la barra ya me empiezo a
desahogar en vasos interminables llenas de alcohol. Intento distorsionarme para
olvidar aquella imagen de Ana besándose con ese tipo. Ante mis amigos intento
mantenerme estoico y de pasarlo bien, pero no aguanto más, me quemo, algo me
corroe por dentro y me destroza como si fuera ácido, y es entonces cuando me
derrumbo. Veo a mi amiga y compañera de relatos, la abrazo y le digo: “Estoy tan cansado de seguir al corazón, si hiciera
más caso a la cabeza, no tendría que sufrir tanto.” Me vuelve a abrazar, y
le doy las gracias.
El resto es una distorsión de luces rojas, música folklórica
y luces de colores en movimiento que le salen de las manos a la gran Eustakya
Lepop. La noche pasa tan deprisa que al salir la luz del primer día del año
hace acto de presencia. Mientras los demás discuten si seguir de fiesta,
desayunar o volver a casa de Paula, yo hago mutis por el foro, evito despedirme
de los demás porque no me encuentro en condiciones ni ganas. Entro en mi
habitación, y como hacía en todos los fines de años a excepción de ésta, me
sumo en la oscuridad y me acuesto a la espera de la llegada del sueño de los
muertos.