Pero aquella noche iba a ser un poco diferente, y es que invitamos a salir a un amigo que no había salido nunca un sábado por la noche. Para mí eso fue un incentivo más que suficiente como para dejar tirados (en el buen sentido, y con el beneplácito de ellos) a mis habituales compañeros de otras salidas de fiesta, que estaban todos en otra isla celebrando fiestas en carpas con Ratones Élficos y demás seres extraños.
Íbamos a convertir a nuestro amigo en un dominguero más, y quien sabe, tal vez le fuera a coger gustillo y nos sorprendería a todos preguntando cuándo sería la próxima fiesta.
Llego tarde a casa, mis amigos esperan en el coche mientras dan vueltas para no tener que pagar al gorrilla el euro de turno. Una vez montado, nos dirigimos hacia la “espalda” de la isla donde se celebra por estas fechas las típicas fiestas de pueblos. Al llegar vemos que todo está lleno de coches que intentan, como nosotros, aparcar cerca del meollo. Ya el espectáculo me parece atroz, chavales de entre 12 a 16 años borrachos y comportándose como alcohólicos experimentados, niñas con ropas aún más pequeñas que ellas mismas llevando alcohol en vasos con dibujos de Dora la exploradora, y gente de protección civil atendiendo a más de diez niñas que no paran de vomitar en medio de la calle.
Mis predicciones sobre el procedimiento de fiesta de mis amigos se cumple a rajatabla cual profecía maya. Pero yo me entretengo comiendo nachos y viendo como nuestro amigo admira por primera vez la juerga nocturna. El colega que nos trajo en coche y el que teníamos que depender para regresar, hace mutis por el foro cuando lo llaman por teléfono, el resto de nosotros pasamos lo que quedaba de noche entre gente conocida, a rockeros en ambientes verbeneros y de raperos que parecían haberse comido a monologuistas.
De vuelta al coche, éste ha desaparecido, y no fue porque lo robaran. Nosotros sabíamos dónde estaba. Nuestro colega se había enrollado con una piva, que ése era el motivo principal para que él saliera con nosotros. Decidimos esperar en un banco, hasta que se pone a llover, y es entonces cuando aparece nuestro amigo con esa típica sonrisa de: “ya he mojado el churro, ¿ustedes no?”.
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Corriendo por parajes desérticos, pueblos poco aglomerados, para llegar al hotel y que hicieran la reserva con el nombre artístico de mi pareja, donde la recepcionista tuvo su toque gracioso creyendo que era una artista polaca. Problemas con el ordenador a la hora de grabar la música para esa noche, retraso en la hora de llegada, pero muy buen rollo y amabilidad a raudales.
Al ir de acompañante, me entretenía haciendo fotos y hablando con el personal, que estaba casi llorando de felicidad al estar un dj que les pusiera música de verdad. Casi al final de su sesión, aparecieron unos seres blancos, con un cubo dorado en la cabeza, con cabellos blancos y tocados muy de pin up. Parecerían ratones élficos entaconados. Le escoltaron, era un cuadro excéntrico y, sin lugar a dudas, original. Me alegraba mucho de haberme perdido las fiestas de pueblo por ver aquellas carpas desde la parte de atrás, donde tantos años ya había ido, pero que jamás había disfrutado de esa forma.
Al día siguiente, pudimos disfrutar de vientos huracanados en el hotel, de una piscina no climatizada y fría, además de un grupo de viejecitas que hacían gimnasia acuática, mientras seguían babeantes a dos monitores jóvenes y apetecibles. El snack-bar era una fábrica de juguetes, muy recomendable para niños, pero los adultos no deberían tratar de comer aquellos huevos fritos irrompibles, esas hamburguesas rancias y que eran de goma. Tranquilamente hubo una siesta eterna, para preparar el cuerpo ante el trasnoche que nos esperaba. No había tiempo para dedicarnos a nosotros, sólo para prepararlo todo e irnos. Desesperados, recorrimos callejuelas en el pueblo, buscando una tienda china, ya que la diva necesitaba material para su actuación estelar nocturna. Tras perdernos varias veces, y ver en vano que algunas tiendas cerraban, desesperanzados y ya sin fe alguna, a la salida de aquel laberinto, vimos la “Tienda China”, como si fuera el oasis en medio del desierto, sin que fuera un espejismo, era real y habían chinos reales, olores a plástico de dudosa calidad y lleno de un mundo increíble y lleno de cachibaches. Nuestra felicidad fue máxima y saltamos como adolescentes al conseguir un autógrafo de su ídolo.
Al anocher, aquellos ratones élficos pasaron a ser luces de neón andantes, luciendo sus cuerpos varoniles, con unas plataformas que jamás en mi vida llevaré. Risas, cervezas, arte. Tocaba la hora de que él se transformara en ella, y los nervios comenzaban a verse. Pero nada más salir, ante una panda de borrachos que le insultaban, otras que eran las típicas chonis de pueblo, y otros que simplemente iban por fiesta y no entendían nada, comenzó su danza epiléptica, y su música que a los que estábamos detrás de todo aquello nos divertía y nos movía.
Paseos solitarios por la multitud, mientras algún desconocido se acercaba a querer pedirme una copa, algunas chicas querían sacarse una foto y entablaban conversaciones superfluas conmigo, pedir una caja de tabaco para jugar al pinball y ganarme una bandolera. En primera fila, grabando a la diva, un chico alto y de buen ver se acercó a mí y comenzó a grabar conmigo. Hizo comentarios desagradables e intentó acercarse más de lo normal, a lo que le solté, pues esa loca es mi novio. Su cara era digna de un cuadro cubista.
Tras seguir afianzando amistad con la gente del backstage, reírme a raudales con otros, repentinamente, alguien desnudo apareció en el escenario, paseando todo su cuerpo. A los pocos segundos, aquel muchacho, fue asaltado por una masa verde de guardia civiles, apaleado, mientras la gente tiraba cosas. Me sorprendió que como ángeles protectores, los técnicos me protegieran, al estar yo quieta de la impresión del momento. Aún así no entendí porqué había frente a mí tanta violencia gratuita, cuando el pobre chico sólo quería pasar a la historia como el nudista de las carpas, quizás estaba pidiendo que aprobaran poner un pueblo nudista, tal y como ya hay en mi isla.
Luego volvió a predominar el buen rollo, la buena música y las risas con aquellas luces de neón, entre cigarro y cigarro.
Extenuados y casi amaneciendo llegamos al hotel. Le miré brevemente antes de caer en un sueño profundo y me sentí orgullosa de él y de que, a pesar del desastre en algunas cosas, había buena conexión y en ningún momento malas caras ni discusiones.
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