Ilustración: Thami Sánchez.
Vuelvo a discutir con ella. Esta vez lo hacemos a puerta
cerrada y sabiendo que nuestra hija se encuentra en su habitación, preparándose
para irnos al parque de atracciones. No para de reprocharme que no hago
más que escribir y escribir, que no le dedico tiempo a ella o a nuestra pequeña.
Yo no soporto más sus rabietas. Y antes de coger a mi hija, mi mujer se
desploma y entre lloros me confiesa que me ha visto con otra, con una
pelirroja. Me quedo inmóvil en el umbral de la puerta, y sin decir nada me voy
al coche.
Para que todo parezca
de lo más normal, ella y yo actuamos como siempre, mi esposa coge la cámara y
comienza a filmarnos antes de subirnos al coche, y nos
despedimos con la mano añadiendo una sonrisa de lo más cómica.
Lo pasamos bien en el
parque de atracciones, el olor del algodón de azúcar me trae recuerdos de mi propia infancia en la que yo venía con mis padres...antes de separarse. La niña reía sin parar y a cada rato nos decía que nos
quería mucho. Yo la miraba con culpabilidad, pero no podía hacer otra cosa.
Regresamos a casa en
silencio. Nuestra hija se encontraba durmiendo en la parte de atrás. Mi mujer
me coge de la mano, y en voz baja me dice que no lo haga, y comienza a llorar
por lo bajo. Llegamos a casa, ambas se bajan del coche. Ella me mira con
tristeza, yo no me atrevo a mirarla. Sólo contemplo a mi pequeño retoño, acurrucada entre
sus brazos, durmiendo como un pequeño ángel a la que no me podré despedir. Me
marcho en silencio. La promesa de una vida mejor está a lo lejos, en el
horizonte.
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