Trostky no paraba de ladrar. Desde que yo había llegado,
algo le estaba perturbando, y desde luego, a mí también.
Estaba en la casa de
mi amigo “El Ermitaño”, le llamábamos así porque a medida que pasaban los años,
más se recluía en su casa, su única ventana al mundo era Internet. Decía que
había perdido la fe en la
Humanidad , y que para se salvarla, tendríamos que ser todos
purgados.
Yo visitaba a mi
amigo de vez en cuando, más que nada para que no perdiera la poca cordura que le
quedaba, y porque ya no podía salir de su casa, no por su ideología, sino que
llevaba tanto tiempo sin realizar ninguna actividad física que acabó atrofiándose
las piernas, de manera que ya no podía caminar, sino como mucho, arrastrarse
por los rincones de su casa.
Los ladridos del
perro me sacaron de mi ensimismamiento, y entonces noté que algo iba mal, miré
por el cuarto por si descubría lo que era. En el sofá estaba “Dibulibú”,
enganchada a videoclips de veinticuatro horas, Manola estaba viendo una serie
que yo odiaba, y un chico aleatorio estaba liando un cigarro. En las estanterías
tenía los cómics viejos de siempre, y la mesa estaba llena de cosas que parecía
un mercadillo.
Cuando ya daba por
concluido la búsqueda me percaté de algo en las piernas atrofiadas del "Ermitaño".
Había un vacío que se creaba bajo él, mi amigo se dio cuenta de lo que estaba
mirando, y con toda la tranquilidad del mundo, me dijo que era un Agujero Negro
que se había formado en el centro de su cama, que por eso parecía que se hundía
cada vez más.
Nos confesó a todos
que la primera vez, no sabía lo que tenía debajo y que al moverse, cinco
colegas suyos fueron absorbidos sin regreso por el Agujero Negro. Yo regresé a
mi asiento a whassapear un rato, ahora que me encontraba más tranquilo. El
perro, afuera, seguía ladrando.
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