Fin de semana, únicos dos días que, desde pequeño, son mis favoritos.
Cojo la bicicleta sin pensar esta vez adónde quiero ir o hasta dónde quiero llegar. Pedaleo y pedaleo hasta llegar al horizonte, allí me paro. Bajo la sombra de un árbol, un niño prepara un funeral para su perro, le acompaño hasta que se marcha entre lágrimas y yo me monto en la bicicleta a la espera de más aventuras.
Voy conduciendo por una carretera que de la que no recuerdo haber circulado antes. De repente me paro ante la imagen tan extraña a la que presencio. Un teléfono rojo en medio de la carretera. Empieza a sonar, miro alrededor y descuelgo el auricular. La voz de una chica me invita que vaya con ella y con sus amigos al lago, le digo que sí, y ella me da las instrucciones para llegar al lago. Al llegar me dicen que me bañe con ellos, dejo la bicicleta y me zambullo con el grupo. Al terminar me despido de ellos, y la chica que me habló por teléfono me regala una estrella de mar.
De nuevo en ruta con la bicicleta, veo que ya está atardeciendo, y el cielo va cogiendo unos colores rosados, y una especie de aurora boreal invade el cielo. Mientras contemplo semejante espectáculo, la voz de una mujer me llama la atención. La mujer está en el jardín de su casa, y al llegar me ofrece chocolate con galletas para seguir mirando el cielo. Al terminar el ocaso la mujer me ofrece pasar la noche en su casa, de la cual acepto encantado, para poder seguir pedaleando al día siguiente con fuerzas renovadas.
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