Una vez conocí a una persona que tenía el tiempo un poco trastocado.
Su nombre es Claudia, y su pasar del tiempo difería en gran medida respecto a
la mayoría de nosotros. Cuando ella decía: “Hace tiempo que no salimos por
ahí”. Nosotros le contestábamos que era una exagerada, que sólo había
pasado dos días de la última salida. Pero para ella le había parecido meses.
Incluso cuando se presentó en mi casa en plan visita espontánea, a mi me pilló
limpiando el piso. Limpié primero el salón, media hora más tarde había
terminado la cocina y el baño, y Claudia le pareció que desde que limpié el
salón hasta que terminé el baño y cocina le habían pasado como dos días o algo
así.
Le dije en broma que si tiene
ese problema con el tiempo que fuera a ver un relojero en vez de a un médico,
que tal vez le pudiera arreglar algún mecanismo interior, y que funcionase
bien.
A la semana siguiente regresó a mi casa con una sonrisa en los labios, le pregunté dónde había estado toda la semana, que andaba desaparecida y que no contestaba a nuestras llamadas. Claudia me contestó que me hizo caso, que fue a ver un relojero, yo me quedé estupefacto. Ella siguió relatando que al exponer su problema al relojero, él sabía cómo tratarlo; debía cambiar su corazón por la de un reloj de madera. De esta manera ella ya no tendría problemas de distorsión del tiempo, que ahora iba acorde como el de los demás. Me imaginé que me estaba tomando el pelo, cuando me enseñó su cicatriz a la altura del corazón, y cuando acerqué mi oído a su pecho desnudo, podía escuchar claramente el tic-tac de un reloj dentro de ella.
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