De repente te veo, frente a mí, gritándome, llorando,
tirando cosas al suelo, histérica, vesánica e iracunda. Yo permanezco frente a
ti, cabizbajo, avergonzado, no entiendo cómo hemos podido llegar a esto. Mi
corazón late acelerado, mis manos tiemblan y tú no dejas de gritarme.
Te veo a cámara lenta,
tu voz ya no me llega. Mis sensaciones en ese momento son un cúmulo de nervios,
ira y vergüenza. Quiero cogerte de la mano, pedirte perdón, pero siento mi cuerpo muy pesado, y
cuanto más me esfuerzo por intentar moverme, menos quiero hacerlo.
Quiero creer que esto
no está sucediendo de verdad, hasta hace un momento estábamos bien, y de sopetón,
una vorágine de gritos y enfados chocaban en las paredes de nuestra casa.
Sigues arrojando
cosas, es entonces cuando coge la cámara de fotos que le regalé hace años. Me lo arrojas con furia, el
objeto viene hacia mí, también lo hace a cámara lenta, y mientras observo la
trayectoria de la cámara hacia mi cabeza, voy recordando la noche en que se la
di.
Ella se marchaba a
vivir lejos de todo, y de todos. Aún quedaba dos semanas antes de que se fuera,
y me dijo en un tono bromista: “Quiero que me regales una cámara de fotos”.
Yo le dije en un tono similar al suyo: “Vale, eso será mi regalo de
despedida”.
En la última
noche con ella, esperé el momento adecuado, y cuando ella abrió la caja y vio
que efectivamente le había regalado lo que ella me había dicho en broma, unas lágrimas
se asomaron por sus ojos. Fue entonces cuando me abrazó por primera vez, sentí
la calidez de sus brazos y su aliento en mi oído al decirme “gracias”.
No hice nada para evitar el impacto, caí de
espaldas, noté la sangre correr por mi frente...Al despertar, miré al techo, extendí mi brazo en busca de su calidez al otro lado
de la cama. Pero ella no estaba allí, nunca había estado allí. Siempre he
estado solo. Ella se marchó hace tiempo. Le había entregado mi corazón, pero
ella nunca lo supo.
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